El hombre alto, recio sin caer en la obesidad, con un rostro duro y una mirada inquisitiva en sus ojos negros, de desconcertante frialdad, se acarició las puntas del bigote en un gesto fanfarrón para, a seguido, acariciar las fichas de varios colores que se amontonaban ante él en la mesa de póker. Al ponerse en pie en el reservado de la taberna, sus labios finos, repulsivos, esbozaron una sonrisa.
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El hombre alto, recio sin caer en la obesidad, con un rostro duro y una mirada inquisitiva en sus ojos negros, de desconcertante frialdad, se acarició las puntas del bigote en un gesto fanfarrón para, a seguido, acariciar las fichas de varios colores que se amontonaban ante él en la mesa de póker. Al ponerse en pie en el reservado de la taberna, sus labios finos, repulsivos, esbozaron una sonrisa.