Peter Fleig era un hombretón de unos treinta años, que no bajaría de un metro ochenta de altura, siendo de fuerte complexión y cuerpo proporcionado a su estatura. Dada la celebridad alcanzada, sin duda, habían tenido la consideración de no cortarle el cabello castaño y corto. Mientras se adentraba en el soleado patio, giraba sus negros ojos por el deprimente espectáculo de la población penal, harapienta en su mayoría, que se entretenía ya paseando, ya formando corrillos a la sombra para conversar, leer o jugar a los naipes o a los dados, pese a la prohibición de los carceleros, dos de los cuales charlaban en un rincón, sin preocuparse de los presos.
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Peter Fleig era un hombretón de unos treinta años, que no bajaría de un metro ochenta de altura, siendo de fuerte complexión y cuerpo proporcionado a su estatura. Dada la celebridad alcanzada, sin duda, habían tenido la consideración de no cortarle el cabello castaño y corto. Mientras se adentraba en el soleado patio, giraba sus negros ojos por el deprimente espectáculo de la población penal, harapienta en su mayoría, que se entretenía ya paseando, ya formando corrillos a la sombra para conversar, leer o jugar a los naipes o a los dados, pese a la prohibición de los carceleros, dos de los cuales charlaban en un rincón, sin preocuparse de los presos.