Eran las ocho de la tarde de un día de febrero. Antes de ponerse el sol había llovido y la calle brillaba, al caer los haces de luz del alumbrado sobre los pequeños charcos. La temperatura era baja y una suave y fresca brisa invitaba a arrebujarse en el abrigo. Sin embargo, aquel hombre no llevaba abrigo y se portaba como si se encontrase bajo el ardiente sol del mes de agosto. Se detuvo y abrió la boca tragando aire, llevó su mano derecha, al cuello de la camisa y lo desabotonó. Luego, bajó el nudo de la corbata y continuó andando.
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Eran las ocho de la tarde de un día de febrero. Antes de ponerse el sol había llovido y la calle brillaba, al caer los haces de luz del alumbrado sobre los pequeños charcos. La temperatura era baja y una suave y fresca brisa invitaba a arrebujarse en el abrigo. Sin embargo, aquel hombre no llevaba abrigo y se portaba como si se encontrase bajo el ardiente sol del mes de agosto. Se detuvo y abrió la boca tragando aire, llevó su mano derecha, al cuello de la camisa y lo desabotonó. Luego, bajó el nudo de la corbata y continuó andando.