Rex Madigan atravesó los Campos Elíseos mirando a todos lados, con el cuello de la trinchera subido, y el ala del sombrero sobre los ojos. Lo cruzó en toda su anchura pensando en Dick Thorne. Thorne que también estaría ahora yendo, como él, hacia la taberna de Michel St. Cleire. Sin abandonar sus pensamientos, Madigan evitó pasar bajo la tenue y azul luz de uno de los faroles, los únicos que muy raras veces se encendían en un país ocupado casi en su totalidad por las tropas alemanas, y avivó el paso.
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Rex Madigan atravesó los Campos Elíseos mirando a todos lados, con el cuello de la trinchera subido, y el ala del sombrero sobre los ojos. Lo cruzó en toda su anchura pensando en Dick Thorne. Thorne que también estaría ahora yendo, como él, hacia la taberna de Michel St. Cleire. Sin abandonar sus pensamientos, Madigan evitó pasar bajo la tenue y azul luz de uno de los faroles, los únicos que muy raras veces se encendían en un país ocupado casi en su totalidad por las tropas alemanas, y avivó el paso.