Mientras el último cliente llegado al hotel Stella Maris firmaba, el conserje dirigió una mirada brevísima al pasaporte; Edward N. Collins, norteamericano, arquitecto, residente en Atlantic City, Estados Unidos… Pero mucho más interesante que contemplar el pasaporte resultaba contemplar a su propietario. Era alto, huesudo, con una mandíbula saliente, agresiva, granítica. De ojos claros, entre verde y azul. Sus cabellos eran rubios, largos, y se rizaban apretadamente en la nuca. Vestían sin ostentación, pero la ropa le caía en forma impecable. Un solo vistazo era suficiente para darse cuenta de que el señor Collins tenía clase. Y hablaba el español con toda perfección.
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Mientras el último cliente llegado al hotel Stella Maris firmaba, el conserje dirigió una mirada brevísima al pasaporte; Edward N. Collins, norteamericano, arquitecto, residente en Atlantic City, Estados Unidos… Pero mucho más interesante que contemplar el pasaporte resultaba contemplar a su propietario. Era alto, huesudo, con una mandíbula saliente, agresiva, granítica. De ojos claros, entre verde y azul. Sus cabellos eran rubios, largos, y se rizaban apretadamente en la nuca. Vestían sin ostentación, pero la ropa le caía en forma impecable. Un solo vistazo era suficiente para darse cuenta de que el señor Collins tenía clase. Y hablaba el español con toda perfección.