El taxi, procedente de Grand Central Station, sorteaba el tráfico envuelto en la fosforescencia que irradiaban los anuncios luminosos de la metrópoli. Nueva York, en esa hora intermedia del crepúsculo, era una amalgama indescriptible de ruidos, voces, claxons, silbatos y chirrido de frenos, cuando el caucho araña el asfalto. Se trataba de un «yellow-cab», conducido por un hombre maduro, sonriente y hablador, quien, con un cigarrillo colgando de los labios, medio vuelto en su asiento, dialogaba con el pasajero.
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El taxi, procedente de Grand Central Station, sorteaba el tráfico envuelto en la fosforescencia que irradiaban los anuncios luminosos de la metrópoli. Nueva York, en esa hora intermedia del crepúsculo, era una amalgama indescriptible de ruidos, voces, claxons, silbatos y chirrido de frenos, cuando el caucho araña el asfalto. Se trataba de un «yellow-cab», conducido por un hombre maduro, sonriente y hablador, quien, con un cigarrillo colgando de los labios, medio vuelto en su asiento, dialogaba con el pasajero.