En la embarcación de dos palos, diminuta en medio del verdoso paraje del mar Caribe, había seis hombres. Uno era un negro gigantesco, cuyos voluminosos bíceps abultaban tanto como una cabeza humana, alrededor de la cintura un largo látigo de los llamados «rompecabezas», y un taparrabos.El resto de su cuerpo brillaba como el ébano, reluciendo al ser salpicado por la vaporizada espuma de las crestas de las olas, entre las que la chalupa abríase fácilmente paso.Sostenía la empuñadura del timón de varas, y en la otra mano asía el obenque que tensaba la vela cangreja.Miraba de vez en cuando una balandra que se alejaba con rumbo opuesto, dando lentas cabezadas, idénticas a las que el negro iba ejecutando.Carlos Lezama, el «Pirata Negro», sentábase en la proa. También miraba empequeñecerse en la lejanía la balandra…
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En la embarcación de dos palos, diminuta en medio del verdoso paraje del mar Caribe, había seis hombres. Uno era un negro gigantesco, cuyos voluminosos bíceps abultaban tanto como una cabeza humana, alrededor de la cintura un largo látigo de los llamados «rompecabezas», y un taparrabos.El resto de su cuerpo brillaba como el ébano, reluciendo al ser salpicado por la vaporizada espuma de las crestas de las olas, entre las que la chalupa abríase fácilmente paso.Sostenía la empuñadura del timón de varas, y en la otra mano asía el obenque que tensaba la vela cangreja.Miraba de vez en cuando una balandra que se alejaba con rumbo opuesto, dando lentas cabezadas, idénticas a las que el negro iba ejecutando.Carlos Lezama, el «Pirata Negro», sentábase en la proa. También miraba empequeñecerse en la lejanía la balandra…