ARROJADO a tierra como un guiñapo, Alan Curtis contemplaba con ojos vidriosos su botella de ajenjo. Apenas contenía ya licor, y la hora problemática de pagar se aproximaba. Más pronto o más tardé, la zaragata era inevitable, y lo que el joven rubio buscaba era un pretexto plausible para ella. La mecha que acercase yesca al polvorín de sus planes. Alrededor, distribuidos por las distintas mesas de la taberna, había varios europeos. Abundaban allí, pese a hallarse en África, sobrepasando a los nativos; y estaban todos ellos igualados por el uniforme y el sudor, por el hastío. Sin duda buscaban, por distinto camino que Alan, el medio de desentumecer sus músculos con un alarde de acometividad.
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ARROJADO a tierra como un guiñapo, Alan Curtis contemplaba con ojos vidriosos su botella de ajenjo. Apenas contenía ya licor, y la hora problemática de pagar se aproximaba. Más pronto o más tardé, la zaragata era inevitable, y lo que el joven rubio buscaba era un pretexto plausible para ella. La mecha que acercase yesca al polvorín de sus planes. Alrededor, distribuidos por las distintas mesas de la taberna, había varios europeos. Abundaban allí, pese a hallarse en África, sobrepasando a los nativos; y estaban todos ellos igualados por el uniforme y el sudor, por el hastío. Sin duda buscaban, por distinto camino que Alan, el medio de desentumecer sus músculos con un alarde de acometividad.