Era el año 1876. Un mediado día de aquella primavera, en la que el calor estaba apretando más de lo habitual, un jinete montado en un soberbio caballo negro, enjaezado con montura de cuero mejicana labrada a mano, avanzaba por un cruce de caminos en Kansas buscando ansiosamente un lugar donde poder tomarse un descanso y saciar la sed que le agobiaba. El jinete era un buen tipo de hombre, quizá demasiado joven, pues debía andar rondando los veintidós años, pero era alto, espigado, musculoso, de tez cetrina, debido al sol y al aire, y de aspecto resuelto y decidido. Demasiado fanfarrón en el vestir, gastaba espuelas de oro, faja roja a lo mejicano, pañuelo de seda rojo al cuello, sombrero gris, con banda de piel de serpiente, revólveres plateados con culata de marfil, y cinturón y pistoleras con adornos de plata. Del arzón de la silla pendía un soberbio riñe marca «Sharps», la favorita del viajero.
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Era el año 1876. Un mediado día de aquella primavera, en la que el calor estaba apretando más de lo habitual, un jinete montado en un soberbio caballo negro, enjaezado con montura de cuero mejicana labrada a mano, avanzaba por un cruce de caminos en Kansas buscando ansiosamente un lugar donde poder tomarse un descanso y saciar la sed que le agobiaba. El jinete era un buen tipo de hombre, quizá demasiado joven, pues debía andar rondando los veintidós años, pero era alto, espigado, musculoso, de tez cetrina, debido al sol y al aire, y de aspecto resuelto y decidido. Demasiado fanfarrón en el vestir, gastaba espuelas de oro, faja roja a lo mejicano, pañuelo de seda rojo al cuello, sombrero gris, con banda de piel de serpiente, revólveres plateados con culata de marfil, y cinturón y pistoleras con adornos de plata. Del arzón de la silla pendía un soberbio riñe marca «Sharps», la favorita del viajero.