Sintió Kit Gilson cómo las piernas le flaqueaban hasta casi derrumbarle a tierra cuando al descender de la diligencia respiró cansado y dolido de la tremenda jornada que había hecho soportar a su delicado cuerpo. Realmente, la imprudencia que había cometido tenía que pagarla más tarde o más temprano. Pese a su aspecto juvenil —no contaría arriba de los veintiocho años—, su rostro demacrado, su afilada nariz, sus labios finos y exangües y el aspecto avejentado que reflejaba su fisonomía, le acusaban como un hombre gastado prematuramente, o víctima de algún mal oculto que iba minando su naturaleza, suave, pero implacablemente. Kit tendió la vista en derredor de él y se sintió oprimido por el paisaje. El pueblo que había elegido al azar, en un ansia infinita de sepultarse y ocultarse donde nadie volviese a saber una palabra de su averiada persona, no podía ser más pobre, más mísero y más vulgar que el que tenía a la vista.
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Sintió Kit Gilson cómo las piernas le flaqueaban hasta casi derrumbarle a tierra cuando al descender de la diligencia respiró cansado y dolido de la tremenda jornada que había hecho soportar a su delicado cuerpo. Realmente, la imprudencia que había cometido tenía que pagarla más tarde o más temprano. Pese a su aspecto juvenil —no contaría arriba de los veintiocho años—, su rostro demacrado, su afilada nariz, sus labios finos y exangües y el aspecto avejentado que reflejaba su fisonomía, le acusaban como un hombre gastado prematuramente, o víctima de algún mal oculto que iba minando su naturaleza, suave, pero implacablemente. Kit tendió la vista en derredor de él y se sintió oprimido por el paisaje. El pueblo que había elegido al azar, en un ansia infinita de sepultarse y ocultarse donde nadie volviese a saber una palabra de su averiada persona, no podía ser más pobre, más mísero y más vulgar que el que tenía a la vista.