El viejo Lee Perkis, sentado tras la mesa de su despacho del «Rancho K», acariciado su rostro duro, pero simpático, por las llamas de los leños que crepitaban alegremente en la baja chimenea abierta a su derecha, leía por cuarta vez la carta que su hermano Rock le enviara días antes desde Oakland, donde hacía un buen puñado de años dirigía un negocio maderero que le había facilitado una excelente posición social y económica.
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El viejo Lee Perkis, sentado tras la mesa de su despacho del «Rancho K», acariciado su rostro duro, pero simpático, por las llamas de los leños que crepitaban alegremente en la baja chimenea abierta a su derecha, leía por cuarta vez la carta que su hermano Rock le enviara días antes desde Oakland, donde hacía un buen puñado de años dirigía un negocio maderero que le había facilitado una excelente posición social y económica.