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El hombre que ahora estaba haciendo antesala en el Departamento de Justicia de Washington, había llegado a la capital sólo doce horas antes. No llevaba las mismas ropas con que tomó el tren, en la lejana Nebraska, pero sí otras muy similares. Parecía un vaquero recién salido de las llanuras y trasplantado, como por arte de magia, a aquel despacho lujoso, donde todos los que esperaban llevaban levitas, pantalones bien planchados y chisteras relucientes.