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Hay un viejo adagio que dice que un hombre solamente es malo cuando ha perdido la esperanza. Ese adagio puede ser cierto o no, pero en Clark Loman se estaba cumpliendo. Cuando entró en la cárcel tenía veintidós años y mirada de niño. Tan dulce era esa mirada y tan candorosa su expresión que el jurado, pese a las evidentes pruebas reunidas, y de las cuales se deducía que Clark habla asesinado a su propio padre, no le envió a la horca, que era la gran medicina con que los territorios del Oeste curaban todos sus males hacia 1870. Se limitó a condenarle a reclusión perpetua. Y Clark llevaba ya cuatro años cumpliendo la condena en una prisión de Nevada. Al principio se cansó de decir que era inocente. El hecho de que le hubiesen hallado en las manos el revólver con que se cometió el asesinato no era, según él, una prueba condenatoria. Naturalmente, los guardianes se rieron de él y acabaron tomándole por loco. Un año después de su ingreso, Clark ya no decía a nadie que era inocente. Se limitaba a callar y dejar pasar el tiempo, con la absurda idea de que alguna vez saldría de allí.