Jim Barklay estaba obsesionado por aquella mujer. La había seguido desde tres meses antes, desde que, al terminar la Guerra de Secesión, la vio pedir un pasaporte en una oficina militar para trasladarse a Dallas, en Tejas. De ella sólo sabía una cosa: su nombre. La mujer se llamaba Stella Grant. A Jim Barklay le resultaba difícil explicarse qué era lo que había visto en aquella mujer, y qué la hacía destacar por encima de todas las otras mujeres del mundo. Mucho menos hubiera sido capaz de explicar eso escribiéndolo en un papel, como a veces se había propuesto hacer, durante los largos días de su peregrinaje, para ver si se convencía de que aquella mujer no tenía nada de especial y de una vez por todas dejaba de pensar en ella.
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Jim Barklay estaba obsesionado por aquella mujer. La había seguido desde tres meses antes, desde que, al terminar la Guerra de Secesión, la vio pedir un pasaporte en una oficina militar para trasladarse a Dallas, en Tejas. De ella sólo sabía una cosa: su nombre. La mujer se llamaba Stella Grant. A Jim Barklay le resultaba difícil explicarse qué era lo que había visto en aquella mujer, y qué la hacía destacar por encima de todas las otras mujeres del mundo. Mucho menos hubiera sido capaz de explicar eso escribiéndolo en un papel, como a veces se había propuesto hacer, durante los largos días de su peregrinaje, para ver si se convencía de que aquella mujer no tenía nada de especial y de una vez por todas dejaba de pensar en ella.