SIEMPRE le habían gustado las ciudades del norte, donde imperaba un eterno color gris. Siempre le habían gustado aquellos campos lisos como la palma de la mano y verdes como una esmeralda, donde los trenes se deslizaban raudos hacia las profundidades de la vieja Europa. Marcel no se cansaba de contemplarlos. Desde la ventanilla del expreso veía los prados interminables, salpicados aquí y allá por alguna mancha de árboles, veía las casas aisladas y a veces, a lo lejos, los suburbios industriales de alguna ciudad.
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SIEMPRE le habían gustado las ciudades del norte, donde imperaba un eterno color gris. Siempre le habían gustado aquellos campos lisos como la palma de la mano y verdes como una esmeralda, donde los trenes se deslizaban raudos hacia las profundidades de la vieja Europa. Marcel no se cansaba de contemplarlos. Desde la ventanilla del expreso veía los prados interminables, salpicados aquí y allá por alguna mancha de árboles, veía las casas aisladas y a veces, a lo lejos, los suburbios industriales de alguna ciudad.