El piano, en la lejanía, seguía sonando. Era una música agradable, suave y tan sosegada como los latidos de un corazón sano. A intervalos se hacía enérgica y trepidante, pero tan sólo durante irnos compases. En seguida volvía a ser suave y lánguida como una caricia que no se sabe dónde va a terminar. Henry escuchaba la música. Era incapaz de trabajar y escuchaba aquellos compases. Pensaba que le hubiera gustado saber quién era la mujer que los tocaba —porque tenía que ser una mujer—, estar a su lado y besarla muy suavemente en las mejillas o en la nuca. Pero era estúpido emplear el tiempo en deseos tan lejanos.
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El piano, en la lejanía, seguía sonando. Era una música agradable, suave y tan sosegada como los latidos de un corazón sano. A intervalos se hacía enérgica y trepidante, pero tan sólo durante irnos compases. En seguida volvía a ser suave y lánguida como una caricia que no se sabe dónde va a terminar. Henry escuchaba la música. Era incapaz de trabajar y escuchaba aquellos compases. Pensaba que le hubiera gustado saber quién era la mujer que los tocaba —porque tenía que ser una mujer—, estar a su lado y besarla muy suavemente en las mejillas o en la nuca. Pero era estúpido emplear el tiempo en deseos tan lejanos.