Clive Murdock siempre había soñado en una mujer como aquella. Había tratado a damiselas de todas las razas y todas las nacionalidades, pero ninguna que tuviese aquel aire tan exótico, tan misterioso, tan inquietante. Ya se sabe que las mujeres orientales, cuando se ponen a ser guapas, tumban de espaldas a la dotación de un acorazado. Cualquiera lo ha pensado viendo fotografías de la reina Sirikit, o de la esposa del presidente Sukarno.
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Clive Murdock siempre había soñado en una mujer como aquella. Había tratado a damiselas de todas las razas y todas las nacionalidades, pero ninguna que tuviese aquel aire tan exótico, tan misterioso, tan inquietante. Ya se sabe que las mujeres orientales, cuando se ponen a ser guapas, tumban de espaldas a la dotación de un acorazado. Cualquiera lo ha pensado viendo fotografías de la reina Sirikit, o de la esposa del presidente Sukarno.