La estación Grand Central, de Nueva York, es uno de esos lugares bulliciosos donde todo el mundo se apretuja, corre, se empuja, habla en voz alta, produciendo una sensación de caos que a ratos maravilla y a ratos aturde. Uno de esos lugares donde nadie se fija en nadie, donde la vida y la muerte de los demás es como un accidente que no tiene importancia. Por eso nadie se fijó en Silvia Kellington. Nadie se fijó en ella, pese a que era bonita, pese a que tenía los labios rojos y los ojos grandes y limpios, pese a que no se notaba, a causa de su abrigo ancho, que estaba a punto de dar a luz. Cuando Silvia Kellington descendió del tren y sintió que estaba próxima a llegar su hora, algo así como una mano fría acarició su espalda, y un zumbido que crecía por segundos hizo vibrar sus nervios al igual que antenas. Se puso la mano derecha sobre el corazón para dominar su angustia al apretarlo, y luego la trasladó a su barbilla, que temblaba hasta hacerla castañetear los dientes.
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La estación Grand Central, de Nueva York, es uno de esos lugares bulliciosos donde todo el mundo se apretuja, corre, se empuja, habla en voz alta, produciendo una sensación de caos que a ratos maravilla y a ratos aturde. Uno de esos lugares donde nadie se fija en nadie, donde la vida y la muerte de los demás es como un accidente que no tiene importancia. Por eso nadie se fijó en Silvia Kellington. Nadie se fijó en ella, pese a que era bonita, pese a que tenía los labios rojos y los ojos grandes y limpios, pese a que no se notaba, a causa de su abrigo ancho, que estaba a punto de dar a luz. Cuando Silvia Kellington descendió del tren y sintió que estaba próxima a llegar su hora, algo así como una mano fría acarició su espalda, y un zumbido que crecía por segundos hizo vibrar sus nervios al igual que antenas. Se puso la mano derecha sobre el corazón para dominar su angustia al apretarlo, y luego la trasladó a su barbilla, que temblaba hasta hacerla castañetear los dientes.