Desde lo alto de la colina rocosa, a los pies de la cual se extendían las planicies de Arizona, Clint Forester miró hacia abajo y lanzó una maldición. Su observatorio era magnífico y en condiciones normales se hubiera detenido a contemplar el paisaje, pues más allá de la llanura, cerrándola por el sur, se extendían los magníficos farallones, esos gruesos dedos de piedra apuntando al cielo que han dado su más típica fisonomía a Arizona. Pero ahora Clint Forester no estaba para admirar paisajes.
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Desde lo alto de la colina rocosa, a los pies de la cual se extendían las planicies de Arizona, Clint Forester miró hacia abajo y lanzó una maldición. Su observatorio era magnífico y en condiciones normales se hubiera detenido a contemplar el paisaje, pues más allá de la llanura, cerrándola por el sur, se extendían los magníficos farallones, esos gruesos dedos de piedra apuntando al cielo que han dado su más típica fisonomía a Arizona. Pero ahora Clint Forester no estaba para admirar paisajes.