Joe Freemont, desde la puerta de su refugio en la montaña, contemplaba a la caravana que iba en dirección a los campos vedados Eran los terrenos concedidos a los indios, en virtud del tratado que se firmó en el fuerte Laramie. Succionaba con lentitud de su cachimba y pensaba que, una vez más, iban los “rostros pálidos” a no hacer honor a sus compromisos. Pasaban muy lejos de su refugio, pero aun pasando más cerca, sería trabajo inútil convencerles de que no debían seguir, porque se había hecho correr la especie de que había mucho oro en las Colinas Negras.
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Joe Freemont, desde la puerta de su refugio en la montaña, contemplaba a la caravana que iba en dirección a los campos vedados Eran los terrenos concedidos a los indios, en virtud del tratado que se firmó en el fuerte Laramie. Succionaba con lentitud de su cachimba y pensaba que, una vez más, iban los “rostros pálidos” a no hacer honor a sus compromisos. Pasaban muy lejos de su refugio, pero aun pasando más cerca, sería trabajo inútil convencerles de que no debían seguir, porque se había hecho correr la especie de que había mucho oro en las Colinas Negras.