Charles, nadie conocía su apellido, ocupaba una minúscula tienda, con una habitación interior que le servía, además de taller, de alcoba, comedor y sala de estar. La estancia que le servía de tienda no era en realidad, más que un estrecho pasillo, ocupado casi totalmente por un mostrador donde la carcoma y la suciedad luchaban en completa y amplia libertad. Todo el barrio lo conocía. Porque Charles, al que todos llamaban simplemente «el Chispas», poseía una fama turbia, pero bien merecida. Y Scotland Yard se había preocupado muchísimas veces de aquel mozalbete —en realidad tenía veintitrés años, pero parecía tener diecinueve—, cuyas relaciones eran, quizás por casualidad, hombres cuyas fotos reposaban en los archivos de la policía londinense.
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Charles, nadie conocía su apellido, ocupaba una minúscula tienda, con una habitación interior que le servía, además de taller, de alcoba, comedor y sala de estar. La estancia que le servía de tienda no era en realidad, más que un estrecho pasillo, ocupado casi totalmente por un mostrador donde la carcoma y la suciedad luchaban en completa y amplia libertad. Todo el barrio lo conocía. Porque Charles, al que todos llamaban simplemente «el Chispas», poseía una fama turbia, pero bien merecida. Y Scotland Yard se había preocupado muchísimas veces de aquel mozalbete —en realidad tenía veintitrés años, pero parecía tener diecinueve—, cuyas relaciones eran, quizás por casualidad, hombres cuyas fotos reposaban en los archivos de la policía londinense.