Pat pasó la toalla por la espalda brillante de Joe, en la que la grasa del masaje ponía notas claras; después, al tiempo que pasaba la primera pierna por el cuadrilátero, levantando una de las cuerdas, musitó con una sonrisa: —¡Suerte, hijo! Joe apenas le escuchó. Joe sabía que el reloj cronómetro, delante del juez, iba corriendo incansablemente y que los diez segundos desaparecerían en un santiamén; después, cuando el gong dejase oír su sonido metálico, llegaría el momento de la gran verdad.
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Pat pasó la toalla por la espalda brillante de Joe, en la que la grasa del masaje ponía notas claras; después, al tiempo que pasaba la primera pierna por el cuadrilátero, levantando una de las cuerdas, musitó con una sonrisa: —¡Suerte, hijo! Joe apenas le escuchó. Joe sabía que el reloj cronómetro, delante del juez, iba corriendo incansablemente y que los diez segundos desaparecerían en un santiamén; después, cuando el gong dejase oír su sonido metálico, llegaría el momento de la gran verdad.