A las seis de la mañana, las calles del París ocupado lucían solitarias y tristes. Sólo el ocasional taconear de las patrullas alemanas rompía el silencio absoluto que parecía dominarlo todo en esa iniciación de domingo otoñal. Los dos muchachos, Jean Berthier, de veinte años, y Simón Levi, de veintiuno, avanzaban a paso estudiadamente normal, pegados a la línea de edificación. Los dos eran altos y fuertes y vestían con el desenfadado atuendo propio de los estudiantes universitarios. La mayor diferencia entre los dos consistía en el color del cabello, rubio en Jean y negro en Simón. También los individualizaba el que uno llevaba un envoltorio burdamente confeccionado con papel de periódico y el otro no.
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A las seis de la mañana, las calles del París ocupado lucían solitarias y tristes. Sólo el ocasional taconear de las patrullas alemanas rompía el silencio absoluto que parecía dominarlo todo en esa iniciación de domingo otoñal. Los dos muchachos, Jean Berthier, de veinte años, y Simón Levi, de veintiuno, avanzaban a paso estudiadamente normal, pegados a la línea de edificación. Los dos eran altos y fuertes y vestían con el desenfadado atuendo propio de los estudiantes universitarios. La mayor diferencia entre los dos consistía en el color del cabello, rubio en Jean y negro en Simón. También los individualizaba el que uno llevaba un envoltorio burdamente confeccionado con papel de periódico y el otro no.