OWEN Hipckin se sentía morir sobre la silla del caballo. En un esfuerzo heroico que agotó sus ya escasas fuerzas había salvado sobre su montura más de cuarenta millas de un camino áspero y hostil, ansioso de dejar atrás Provo, el poblado de perdición que había contribuido a hundirle definitivamente, mientras sus ojos, cansados, turbios y enrojecidos por el polvo que el aire levantaba, buscaban con ansia la espina rocosa del sistema montañoso de los Wasatch, que se dilataba de norte a sur como un apocalíptico monstruo reptando sobre la llanura de la tierra.
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OWEN Hipckin se sentía morir sobre la silla del caballo. En un esfuerzo heroico que agotó sus ya escasas fuerzas había salvado sobre su montura más de cuarenta millas de un camino áspero y hostil, ansioso de dejar atrás Provo, el poblado de perdición que había contribuido a hundirle definitivamente, mientras sus ojos, cansados, turbios y enrojecidos por el polvo que el aire levantaba, buscaban con ansia la espina rocosa del sistema montañoso de los Wasatch, que se dilataba de norte a sur como un apocalíptico monstruo reptando sobre la llanura de la tierra.