Francis Lao, uno de los dos comisarios a las órdenes del sheriff Merrit Lasky, penetró, rojo como una artemisa, en el despacho de su jefe. Las piernas le temblaban como dos muelles recién saltados, su pecho jadeaba de algún esfuerzo demasiado violento y en sus ojos ardía una luz siniestra de rabia y cólera mal contenidas que le ahogaban. Lao era un hombre de estatura media, metido en carnes, rayando una edad que más se inclinaba a pasar de los cuarenta que a mantenerse en la treintena, pero a pesar de ello demostraba vigor y fortaleza. Su rostro era abultado, sus carrillos grasientos y salientes, sus ojos casi redondos y su cabellera crespa y rebelde.
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Francis Lao, uno de los dos comisarios a las órdenes del sheriff Merrit Lasky, penetró, rojo como una artemisa, en el despacho de su jefe. Las piernas le temblaban como dos muelles recién saltados, su pecho jadeaba de algún esfuerzo demasiado violento y en sus ojos ardía una luz siniestra de rabia y cólera mal contenidas que le ahogaban. Lao era un hombre de estatura media, metido en carnes, rayando una edad que más se inclinaba a pasar de los cuarenta que a mantenerse en la treintena, pero a pesar de ello demostraba vigor y fortaleza. Su rostro era abultado, sus carrillos grasientos y salientes, sus ojos casi redondos y su cabellera crespa y rebelde.