El viejo «Cantimplora» detuvo el rítmico movimiento del cedazo, pendiente de los tres hombres que, al paso de sus cansados caballos, bordeaban el otro lado de la barranca. Iban en fila india. Era rarísimo ver a nadie por aquellos parajes barrancosos, calizos y estériles, pese a la proximidad del río San Pedro, cuyas aguas discurrían a media milla escasa. El sol apretaba de firme aunque no estaba muy avanzada la primavera. El fofo corpachón de Joe Perkins rezumaba sudor por todos sus poros, y tenía los calzoncillos y la camisa de franela pegados a la carne.
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El viejo «Cantimplora» detuvo el rítmico movimiento del cedazo, pendiente de los tres hombres que, al paso de sus cansados caballos, bordeaban el otro lado de la barranca. Iban en fila india. Era rarísimo ver a nadie por aquellos parajes barrancosos, calizos y estériles, pese a la proximidad del río San Pedro, cuyas aguas discurrían a media milla escasa. El sol apretaba de firme aunque no estaba muy avanzada la primavera. El fofo corpachón de Joe Perkins rezumaba sudor por todos sus poros, y tenía los calzoncillos y la camisa de franela pegados a la carne.