Se oyó un susurro. Después, nada. Silencio. Una quietud suave, de vida dichosa, mientras la luna, desde su trono, esparcía el débil reflejo de su imperio sobre las calles solitarias en la noche de la capital suiza. Whiters despertó con el primer gorjeo de los pájaros, que cantaban su sempiterna letanía del amanecer en los ramajes del jardín del hotel. Levantó la cabeza de la almohada. Gladys dormía. El hombre dibujó en la cara un gesto de felicidad. Estampó un beso en la frente de su mujer, tirándose de la cama. Se puso el batín y asomóse a la ventana. Los primeros rayos del sol aparecían a lo lejos remontando los Alpes. Encendió un cigarrillo. Gladys continuaba durmiendo; pensó que tendría tiempo de darse un baño antes de despertarla. Dirigióse al cuarto de aseo.
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Se oyó un susurro. Después, nada. Silencio. Una quietud suave, de vida dichosa, mientras la luna, desde su trono, esparcía el débil reflejo de su imperio sobre las calles solitarias en la noche de la capital suiza. Whiters despertó con el primer gorjeo de los pájaros, que cantaban su sempiterna letanía del amanecer en los ramajes del jardín del hotel. Levantó la cabeza de la almohada. Gladys dormía. El hombre dibujó en la cara un gesto de felicidad. Estampó un beso en la frente de su mujer, tirándose de la cama. Se puso el batín y asomóse a la ventana. Los primeros rayos del sol aparecían a lo lejos remontando los Alpes. Encendió un cigarrillo. Gladys continuaba durmiendo; pensó que tendría tiempo de darse un baño antes de despertarla. Dirigióse al cuarto de aseo.