LUIGI Maurello se recostó en la hamaca que se mecía en la cubierta del yate denominado Donna Eva. Era un vapor pequeño, pero magníficamente equipado. Todos los adelantos de la vida moderna estaban instalados en aquel yate que hacía continuos cruceros por las aguas tranquilas del Mare Nostrum. Ahora estaba anclado en el puerto de Nápoles, aunque fuera de su dársena, un poco alejado del incesante tráfico de barcos que venían a descargar en los muelles, napolitanos, puerto de Italia por antonomasia.
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LUIGI Maurello se recostó en la hamaca que se mecía en la cubierta del yate denominado Donna Eva. Era un vapor pequeño, pero magníficamente equipado. Todos los adelantos de la vida moderna estaban instalados en aquel yate que hacía continuos cruceros por las aguas tranquilas del Mare Nostrum. Ahora estaba anclado en el puerto de Nápoles, aunque fuera de su dársena, un poco alejado del incesante tráfico de barcos que venían a descargar en los muelles, napolitanos, puerto de Italia por antonomasia.