—¿Puedo pasar, Jocelyn? —Sí, querida. Susan Barclay entró en el dormitorio de su madrastra. Jocelyn peinaba su cabello rojizo frente al espejo. Era una mujer bella, de treinta y dos años, cara de mejillas ligeramente hundidas y boca de labios carnosos. Sus ojos verde mar vieron en el espejo reflejada la imagen de Susan. —Estás un poco pálida, Susan. No sé si debo marcharme. Susan sonrió. Puso sus manos sobre los hombros de Jocelyn y la besó en la cara.
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—¿Puedo pasar, Jocelyn? —Sí, querida. Susan Barclay entró en el dormitorio de su madrastra. Jocelyn peinaba su cabello rojizo frente al espejo. Era una mujer bella, de treinta y dos años, cara de mejillas ligeramente hundidas y boca de labios carnosos. Sus ojos verde mar vieron en el espejo reflejada la imagen de Susan. —Estás un poco pálida, Susan. No sé si debo marcharme. Susan sonrió. Puso sus manos sobre los hombros de Jocelyn y la besó en la cara.