David Pullmer, sheriff de Hereford, salió a la puerta de la oficina y entornó los ojos al contemplar la desierta plaza bañada por los brillantes rayos del sol. El vaho caliente que emergía del suelo lo envolvió. Tenía la camisa empapada de sudor, y por las arrugas de la cara le resbalaban gruesas gotas hacia el bigote entrecano. Sacó el pañuelo y secóse el rostro lentamente. Luego cerró la puerta y avanzó despacio, cobijándose en la sombra que proyectaban las casas. A pocos pasos, una voz procedente del otro lado de la plaza lo hizo detenerse y volver la cabeza. Un hombre en mangas de camisa y visera sobre los ojos le hacía señas desde el portal donde un letrero rezaba: «Telégrafos».
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David Pullmer, sheriff de Hereford, salió a la puerta de la oficina y entornó los ojos al contemplar la desierta plaza bañada por los brillantes rayos del sol. El vaho caliente que emergía del suelo lo envolvió. Tenía la camisa empapada de sudor, y por las arrugas de la cara le resbalaban gruesas gotas hacia el bigote entrecano. Sacó el pañuelo y secóse el rostro lentamente. Luego cerró la puerta y avanzó despacio, cobijándose en la sombra que proyectaban las casas. A pocos pasos, una voz procedente del otro lado de la plaza lo hizo detenerse y volver la cabeza. Un hombre en mangas de camisa y visera sobre los ojos le hacía señas desde el portal donde un letrero rezaba: «Telégrafos».