Jeremy Scott, de cuarenta y cinco años, director de la Banda de Música «Abilene», arrojó la batuta contra la pared y gritó con rabia: —¡Basta! ¡Que se vaya todo al infierno!… Los músicos despegaron los instrumentos de la boca y un silencio sepulcral se extendió por toda la cantina de Great City. Un rubio que tocaba el oboe carraspeó: —Oiga, jefe, ¿por qué no ensayamos un poco más? A lo mejor conseguimos arreglarnos sin esos dos pájaros. Scott hizo una mueca de amargo sarcasmo.
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Jeremy Scott, de cuarenta y cinco años, director de la Banda de Música «Abilene», arrojó la batuta contra la pared y gritó con rabia: —¡Basta! ¡Que se vaya todo al infierno!… Los músicos despegaron los instrumentos de la boca y un silencio sepulcral se extendió por toda la cantina de Great City. Un rubio que tocaba el oboe carraspeó: —Oiga, jefe, ¿por qué no ensayamos un poco más? A lo mejor conseguimos arreglarnos sin esos dos pájaros. Scott hizo una mueca de amargo sarcasmo.