El sheriff de Tubac, David O’Brien, oyó que la puerta se abría y alzó los ojos. En la estancia penetró un hombre de unos, veintisiete años, de cabello negro y tez tostada por el sol. Se cubría con camisa y pantalón oscuros, sucios, llenos de polvo, y su sombrero estaba muy viejo, agrietado por los bordes. Al cuello llevaba un pañuelo rojizo. El sheriff empezó a abrir la boca mientras su visitante avanzaba hacia la mesa con una sonrisa en los labios. —¡Kerwin, muchacho! —¿Cómo le va, O’Brien? El sheriff estaba en los cincuenta y cinco años y era de cabello y bigote blancos. Abrazó al joven. —¡Kerwin! ¡Esto sí que es una sorpresa!
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El sheriff de Tubac, David O’Brien, oyó que la puerta se abría y alzó los ojos. En la estancia penetró un hombre de unos, veintisiete años, de cabello negro y tez tostada por el sol. Se cubría con camisa y pantalón oscuros, sucios, llenos de polvo, y su sombrero estaba muy viejo, agrietado por los bordes. Al cuello llevaba un pañuelo rojizo. El sheriff empezó a abrir la boca mientras su visitante avanzaba hacia la mesa con una sonrisa en los labios. —¡Kerwin, muchacho! —¿Cómo le va, O’Brien? El sheriff estaba en los cincuenta y cinco años y era de cabello y bigote blancos. Abrazó al joven. —¡Kerwin! ¡Esto sí que es una sorpresa!