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El individuo braceó frenéticamente para alcanzar el tronco podrido que flotaba en el agua fangosa, pero sólo consiguió hundirse más en la blanda masa del pantano. Pulgada a pulgada, la tierra movediza lo había engullido, empezando por las botas luego las rodillas y más tarde las piernas. El más ligero movimiento era suficiente para que el bario pegajoso y negro le fuera absorbiendo de modo implacable. El hombre lanzó un grito cortante. Cada vez que alargaba los dedos para aferrarse a las raíces de las cañas o los bejucos, parecía que una mano invisible le tirara desde el fondo. Un par de veces consiguió atrapar unas raíces, pero se le derritieron en las manos como si fueran de mantequilla. La fuerza absorbente del pantano lo hacía aumentar de peso.