Dean Cushing, de veintinueve años, moreno y de recia constitución física, abrió la puerta del consultorio y arrojó el maletín de doctor. —Buenos días, señorita Parker —saludó a la enfermera. La señorita Parker frisaría los veintidós años, poseía un cabello muy negro y brillante, que asomaba por debajo de su cofia de enfermera, y de su uniforme destacaban unas curvas esbeltas, magníficamente torneadas. Se puso en pie y le echó los brazos al cuello. Le besó con fuerza en los labios.
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Dean Cushing, de veintinueve años, moreno y de recia constitución física, abrió la puerta del consultorio y arrojó el maletín de doctor. —Buenos días, señorita Parker —saludó a la enfermera. La señorita Parker frisaría los veintidós años, poseía un cabello muy negro y brillante, que asomaba por debajo de su cofia de enfermera, y de su uniforme destacaban unas curvas esbeltas, magníficamente torneadas. Se puso en pie y le echó los brazos al cuello. Le besó con fuerza en los labios.