Sonó el teléfono. Kelly se irguió en el lecho con una sacudida violenta de todos sus músculos. Al principio, sólo escuchó la voz melosa de Ernesto Goncalves que cantaba un nostálgico fado en la radiocronómetro de la mesilla de noche. Pero luego percibió el estridente timbrazo del teléfono y avanzó torpemente hacia el salón, arrastró una sábana largo lecho, tropezó, estuvo a punto de perder el equilibrio —¡tantas copas de vinho verde la noche anterior!— y, finalmente, llegó a su destino y alzó el auricular con un ademán brusco.
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Sonó el teléfono. Kelly se irguió en el lecho con una sacudida violenta de todos sus músculos. Al principio, sólo escuchó la voz melosa de Ernesto Goncalves que cantaba un nostálgico fado en la radiocronómetro de la mesilla de noche. Pero luego percibió el estridente timbrazo del teléfono y avanzó torpemente hacia el salón, arrastró una sábana largo lecho, tropezó, estuvo a punto de perder el equilibrio —¡tantas copas de vinho verde la noche anterior!— y, finalmente, llegó a su destino y alzó el auricular con un ademán brusco.