Los motores del bimotor Cessna runruneaban monótonamente. A través de los cristales de la carlinga, el cielo aparecía brumoso. Había unas feas nubes a la derecha que presagiaban tormenta y de vez en cuando el aparato se balanceaba bruscamente, señal que el viento soplaba con fuerza. Guss Erdelich, el piloto se volvió un momento en su puesto y me sonrió. —No se preocupe, Frank —dijo—. Dentro de cuarenta y cinco minutos estaremos en Alamogordo. Asentí con un ademán. «Ojalá estuviéramos ya allí» pensé.
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Los motores del bimotor Cessna runruneaban monótonamente. A través de los cristales de la carlinga, el cielo aparecía brumoso. Había unas feas nubes a la derecha que presagiaban tormenta y de vez en cuando el aparato se balanceaba bruscamente, señal que el viento soplaba con fuerza. Guss Erdelich, el piloto se volvió un momento en su puesto y me sonrió. —No se preocupe, Frank —dijo—. Dentro de cuarenta y cinco minutos estaremos en Alamogordo. Asentí con un ademán. «Ojalá estuviéramos ya allí» pensé.