Llegó a Delvis a las tres de la tarde. El día era caluroso, tórrido, y el viejo «Nash» color negro quemaba. Bajo el capó, hervía el agua en el radiador. Olía a aceite hirviendo, a gasolina, a sudor. Briam Dukes bajó del viejo automóvil y dirigió una ojeada al almacén de maderas, al próximo cementerio situado sobre una colina, a la estación de servicio junto a la polvorienta carreta. Luego, sus ojos se posaron sobre la recia silueta del anciano que hundía su mentón en el pecho, dormido al parecer bajo la sombra del toldo de un negocio de bebidas.
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Llegó a Delvis a las tres de la tarde. El día era caluroso, tórrido, y el viejo «Nash» color negro quemaba. Bajo el capó, hervía el agua en el radiador. Olía a aceite hirviendo, a gasolina, a sudor. Briam Dukes bajó del viejo automóvil y dirigió una ojeada al almacén de maderas, al próximo cementerio situado sobre una colina, a la estación de servicio junto a la polvorienta carreta. Luego, sus ojos se posaron sobre la recia silueta del anciano que hundía su mentón en el pecho, dormido al parecer bajo la sombra del toldo de un negocio de bebidas.