John Dereck, sentado detrás de la mesa de su despacho, con el humeante cigarrillo colgado materialmente de la boca, pensaba. No en Velda O’Mara. Ni siquiera en la chica del bikini negro del bar de Olsen O’Nell, y tampoco en el teniente del Departamento de Homicidios, Mac Harrison. Meditaba, sí, y sus meditaciones eran completamente irónicas. Pensaba en la subida de los impuestos, en que los tiempos andaban mal, en que el problema del aparcamiento era un asco, y en que ya se estaba aburriendo de todo. Es decir, de todo no; quedaba Velda, que era un monumento de mujer. Algo más alta de lo normal, de pelo y ojos negros, estos últimos grandes, rasgados, misteriosos. Los senos firmes, orgullosos, la estrecha cintura y las firmes caderas, todo esto sobre unas magníficas piernas como él no había visto otras desde que un año atrás la encontrara sentada en uno de los bancos de Central Park. Y su bonita y tímida sonrisa.
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John Dereck, sentado detrás de la mesa de su despacho, con el humeante cigarrillo colgado materialmente de la boca, pensaba. No en Velda O’Mara. Ni siquiera en la chica del bikini negro del bar de Olsen O’Nell, y tampoco en el teniente del Departamento de Homicidios, Mac Harrison. Meditaba, sí, y sus meditaciones eran completamente irónicas. Pensaba en la subida de los impuestos, en que los tiempos andaban mal, en que el problema del aparcamiento era un asco, y en que ya se estaba aburriendo de todo. Es decir, de todo no; quedaba Velda, que era un monumento de mujer. Algo más alta de lo normal, de pelo y ojos negros, estos últimos grandes, rasgados, misteriosos. Los senos firmes, orgullosos, la estrecha cintura y las firmes caderas, todo esto sobre unas magníficas piernas como él no había visto otras desde que un año atrás la encontrara sentada en uno de los bancos de Central Park. Y su bonita y tímida sonrisa.