Me faltaban unas treinta millas para llegar a San Francisco cuando la vi. En la carretera. En el lugar más peligroso de aquella carretera, junto a la alambrada que señalaba la peligrosa curva, al lado de un «Sedan» convertible, y lo estaba empujando. Al pronto no caí en la cuenta de lo que la mujer, a juzgar joven, intentaba hacer con el convertible. Cuando al fin lo supe, el «Cadillac» que yo conducía a setenta millas la hora ya la había rebasado lo menos en milla y media. Fue entonces cuando solté una maldición y empecé apretar el pedal del freno, hasta que detuve el coche junto a la cuneta de la carretera. Después maniobré hasta dar completamente la vuelta, dando de nuevo la espalda a San Francisco. No podía hacer otra cosa.
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Me faltaban unas treinta millas para llegar a San Francisco cuando la vi. En la carretera. En el lugar más peligroso de aquella carretera, junto a la alambrada que señalaba la peligrosa curva, al lado de un «Sedan» convertible, y lo estaba empujando. Al pronto no caí en la cuenta de lo que la mujer, a juzgar joven, intentaba hacer con el convertible. Cuando al fin lo supe, el «Cadillac» que yo conducía a setenta millas la hora ya la había rebasado lo menos en milla y media. Fue entonces cuando solté una maldición y empecé apretar el pedal del freno, hasta que detuve el coche junto a la cuneta de la carretera. Después maniobré hasta dar completamente la vuelta, dando de nuevo la espalda a San Francisco. No podía hacer otra cosa.