En el relativo silencio de la oficina, el chisporroteo del «télex» pareció el crepitar de una ametralladora. La secretaria alzó la vista de los papeles que estaba consultando. Luego, poniéndose en pie, cruzó la estancia y se acercó al aparato de telecomunicación. Asió la cinta por uno de sus extremos y leyó la serie de letras y cifras que se imprimían automáticamente, a medida que se expedía el mensaje tal vez a miles de kilómetros de aquel lugar. La secretaria era una escultural morena, cuyos labios se curvaban en una mueca de desagrado.
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En el relativo silencio de la oficina, el chisporroteo del «télex» pareció el crepitar de una ametralladora. La secretaria alzó la vista de los papeles que estaba consultando. Luego, poniéndose en pie, cruzó la estancia y se acercó al aparato de telecomunicación. Asió la cinta por uno de sus extremos y leyó la serie de letras y cifras que se imprimían automáticamente, a medida que se expedía el mensaje tal vez a miles de kilómetros de aquel lugar. La secretaria era una escultural morena, cuyos labios se curvaban en una mueca de desagrado.