Colette Seigner se encontraba en su habitación, sentada frente al espejo del tocador, dando los últimos retoques a su cabello, muy rubio, brillante, sedoso, que invitaba a ser acariciado. También su rostro era digno de ser acariciado, ya que su óvalo era perfecto; los ojos, grandes y luminosos, de pupilas azuladas, protegidos por unas pestañas larguísimas, eran preciosos de verdad; la nariz, pequeña y un tanto respingona, resultaba la mar de simpática; y los labios, carnosos y brillantes, de trazo perfecto, era una tentación difícil de resistir. Un rostro, en suma, bellísimo.
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Colette Seigner se encontraba en su habitación, sentada frente al espejo del tocador, dando los últimos retoques a su cabello, muy rubio, brillante, sedoso, que invitaba a ser acariciado. También su rostro era digno de ser acariciado, ya que su óvalo era perfecto; los ojos, grandes y luminosos, de pupilas azuladas, protegidos por unas pestañas larguísimas, eran preciosos de verdad; la nariz, pequeña y un tanto respingona, resultaba la mar de simpática; y los labios, carnosos y brillantes, de trazo perfecto, era una tentación difícil de resistir. Un rostro, en suma, bellísimo.