La muchachita que corría por los empinados riscos, en las estribaciones del Monte Hood, contaba unos ocho años de edad. Parecía obsesionada en llegar a la cumbre de uno de aquellos picachos al borde del peligroso acantilado. Alguien estaba en lo alto. Alguien que observaba el despliegue de fuerzas de la chiquilla para llegar hasta él. —¡Papá! Soy yo. ¡Betsy! ¡Papá, no te vayas! Algo más abajo corría una mujer madura y entrada en carnes, llamando desesperadamente a la niña. —¡No, Betsy! No vayas... ¡Betsy! ¡Betsy! —se desgañitaba la mujer—. ¡Vuelve! ¡Betsy...!
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La muchachita que corría por los empinados riscos, en las estribaciones del Monte Hood, contaba unos ocho años de edad. Parecía obsesionada en llegar a la cumbre de uno de aquellos picachos al borde del peligroso acantilado. Alguien estaba en lo alto. Alguien que observaba el despliegue de fuerzas de la chiquilla para llegar hasta él. —¡Papá! Soy yo. ¡Betsy! ¡Papá, no te vayas! Algo más abajo corría una mujer madura y entrada en carnes, llamando desesperadamente a la niña. —¡No, Betsy! No vayas... ¡Betsy! ¡Betsy! —se desgañitaba la mujer—. ¡Vuelve! ¡Betsy...!