El hombre parecía como desasosegado. Daba la impresión de que un misterioso duendecillo hurgaba y hurgaba en su interior, solazándose en picotearle las células nerviosas. Su nariz, larga y saliente, parecía olfatear un peligro invisible cerniéndose sobre su cabeza. Se llamó estúpido, imbécil y otras lindezas por el estilo. ¿Quién le había visto entrar en la embajada americana, quién? ¡Nadie! Así, categóricamente, nadie. Tomó sus precauciones para ello. Las exigió él, y Daw Ripley, el embajador, las aceptó sin rechistar. Fumó aprisa, con ansia, como si quisiese encontrar un poco de calor, de energía, en el opio del tabaco. ¿No salió todo conforme a lo acordado con el embajador por teléfono? ¿Por qué entonces la crispación de sus manos, aquel raro encogimiento de su epigastrio, las curiosas vibraciones que sentía en la espina dorsal y el súbdito resecamiento de la garganta? Sí. ¿Por qué?
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El hombre parecía como desasosegado. Daba la impresión de que un misterioso duendecillo hurgaba y hurgaba en su interior, solazándose en picotearle las células nerviosas. Su nariz, larga y saliente, parecía olfatear un peligro invisible cerniéndose sobre su cabeza. Se llamó estúpido, imbécil y otras lindezas por el estilo. ¿Quién le había visto entrar en la embajada americana, quién? ¡Nadie! Así, categóricamente, nadie. Tomó sus precauciones para ello. Las exigió él, y Daw Ripley, el embajador, las aceptó sin rechistar. Fumó aprisa, con ansia, como si quisiese encontrar un poco de calor, de energía, en el opio del tabaco. ¿No salió todo conforme a lo acordado con el embajador por teléfono? ¿Por qué entonces la crispación de sus manos, aquel raro encogimiento de su epigastrio, las curiosas vibraciones que sentía en la espina dorsal y el súbdito resecamiento de la garganta? Sí. ¿Por qué?