Miami es un lugar maravilloso, aunque acaso resulte demasiado pacífico. Estoy sentado, en una casa de comidas situada en los suburbios de Miami y dando vueltas a muchos pensamientos, cuando un individuo que parece exhalar con el aliento el olor de un galón entero de ginebra, entra en el cubículo y ocupa la silla que está vacía ante mi mesa. Gruño un indiferente «¡hola!» de saludo, pero mi compañero no abre la boca si no es para mascullar algo ininteligible y lanzarme una bocanada de aliento que casi me emborracha al llegar a mí con toda la fuerza de una gran cantidad de ginebra.
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Miami es un lugar maravilloso, aunque acaso resulte demasiado pacífico. Estoy sentado, en una casa de comidas situada en los suburbios de Miami y dando vueltas a muchos pensamientos, cuando un individuo que parece exhalar con el aliento el olor de un galón entero de ginebra, entra en el cubículo y ocupa la silla que está vacía ante mi mesa. Gruño un indiferente «¡hola!» de saludo, pero mi compañero no abre la boca si no es para mascullar algo ininteligible y lanzarme una bocanada de aliento que casi me emborracha al llegar a mí con toda la fuerza de una gran cantidad de ginebra.