Edgar saltó de la carlinga del avión con los brazos abiertos y murmurando, para sus adentros: «¡Allá voy, dulce Francia!». A unos dos mil metros bajo sus pies, semiperdido en un mar de sombras amoratadas, el paracaídas del capitán Stellgrave se abrió de pronto como una pequeña y pálida flor nocturnal mecida por el viento. El avión se había perdido ya, planeando silenciosamente, y el único rumor tangible que Edgar percibía era el zumbido del aire en sus oídos.
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Edgar saltó de la carlinga del avión con los brazos abiertos y murmurando, para sus adentros: «¡Allá voy, dulce Francia!». A unos dos mil metros bajo sus pies, semiperdido en un mar de sombras amoratadas, el paracaídas del capitán Stellgrave se abrió de pronto como una pequeña y pálida flor nocturnal mecida por el viento. El avión se había perdido ya, planeando silenciosamente, y el único rumor tangible que Edgar percibía era el zumbido del aire en sus oídos.