HABÍA bastante gente en la Gare de l’Est, de París, aquella tarde. Se mezclaba el murmullo de las conversaciones, siempre con ese tono bajo suave de los franceses, con el sonido de los trenes que entraban y salían de la estación, con sus pitidos y señales; asimismo, de vez en vez, los altavoces divulgaban sus Instrucciones para los viajeros. Entre la gente, como una más, estaba Alva Lamotte, una rubia platino de rostro inocente y ojos muy grandes, color verde claro. Alva Lamotte estaba sentada en un banco, con una revista ocultando parte de lo que la minifalda dejaba al descubierto, ya que el abrigo oscuro que llevaba estaba abierto.
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HABÍA bastante gente en la Gare de l’Est, de París, aquella tarde. Se mezclaba el murmullo de las conversaciones, siempre con ese tono bajo suave de los franceses, con el sonido de los trenes que entraban y salían de la estación, con sus pitidos y señales; asimismo, de vez en vez, los altavoces divulgaban sus Instrucciones para los viajeros. Entre la gente, como una más, estaba Alva Lamotte, una rubia platino de rostro inocente y ojos muy grandes, color verde claro. Alva Lamotte estaba sentada en un banco, con una revista ocultando parte de lo que la minifalda dejaba al descubierto, ya que el abrigo oscuro que llevaba estaba abierto.