No cabía la menor duda de que Lanham Cheson esperaba a alguien. Lo denotaban las frecuentes miradas que lanzaba a su reloj de pulsera y la nerviosa impaciencia con que estrujaba el periódico que, aunque recorría con sus ojos, su cerebro se negaba a retener, absorbido por otra preocupación.
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No cabía la menor duda de que Lanham Cheson esperaba a alguien. Lo denotaban las frecuentes miradas que lanzaba a su reloj de pulsera y la nerviosa impaciencia con que estrujaba el periódico que, aunque recorría con sus ojos, su cerebro se negaba a retener, absorbido por otra preocupación.