A través de la ventanilla del “Boeing” tetrarreactor podía ver ya la colonia de Hong-Kong con todo su abigarramiento de sampanes, coches y edificios y con tantos chinos apretujados, que siempre pensé que la isla, desde el aire, debería de verse color amarillo. En derredor, el azul verdoso del mar, un mar que visto de cerca aparecería luego más sucio que los canales de Venecia. Si aquel caso se trataba de una broma de algún colega, iba a pagarlo caro, me dije mientras una azafata me sonreía amablemente, quizá algo más que amablemente.
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A través de la ventanilla del “Boeing” tetrarreactor podía ver ya la colonia de Hong-Kong con todo su abigarramiento de sampanes, coches y edificios y con tantos chinos apretujados, que siempre pensé que la isla, desde el aire, debería de verse color amarillo. En derredor, el azul verdoso del mar, un mar que visto de cerca aparecería luego más sucio que los canales de Venecia. Si aquel caso se trataba de una broma de algún colega, iba a pagarlo caro, me dije mientras una azafata me sonreía amablemente, quizá algo más que amablemente.