El ambiente de la boîte Cholo era cargado, denso, un ambiente que no se diferenciaba de un día a otro porque el local tenía un ochenta por ciento de clientes asiduos y constantes y un veinte por ciento de foráneos, turistas en su mayor parte, que deseaban conocer las fuertes y verdirrojas, pero no bellas noches del bajo París, un París que se pegaba al sucio Sena, donde las piedras de las casas y los adoquines de las callejas estaban húmedas y resbaladizas. Un conjunto de barbudos blancos, en el que sobresalía un negro de dos metros de estatura que tocaba el contrabajo, daba ambiente musical al local. En la boîte Cholo se jugaba fuerte, pero con fichas y el jefe de policía del distrito prefería hacer la vista gorda. Después de todo, también se jugaba fuerte en otras partes de Francia. Cada mes, un sobre anónimo llegaba a su domicilio con unos generosos billetes y él no se preocupaba de preguntar de dónde venía. Era más seguro para él y más decente para su conciencia.
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El ambiente de la boîte Cholo era cargado, denso, un ambiente que no se diferenciaba de un día a otro porque el local tenía un ochenta por ciento de clientes asiduos y constantes y un veinte por ciento de foráneos, turistas en su mayor parte, que deseaban conocer las fuertes y verdirrojas, pero no bellas noches del bajo París, un París que se pegaba al sucio Sena, donde las piedras de las casas y los adoquines de las callejas estaban húmedas y resbaladizas. Un conjunto de barbudos blancos, en el que sobresalía un negro de dos metros de estatura que tocaba el contrabajo, daba ambiente musical al local. En la boîte Cholo se jugaba fuerte, pero con fichas y el jefe de policía del distrito prefería hacer la vista gorda. Después de todo, también se jugaba fuerte en otras partes de Francia. Cada mes, un sobre anónimo llegaba a su domicilio con unos generosos billetes y él no se preocupaba de preguntar de dónde venía. Era más seguro para él y más decente para su conciencia.