Era una cabaña que nadie recordaba a quién perteneciera. En el lindero del bosque, al pie del lago y a un tiro de piedra de las últimas casas de la población, se mantenía en pie de milagro porque el tiempo y el abandono habían causado estragos en su estructura de troncos. La mitad del porche estaba hundido, la puerta no encajaba y las ventanas eran negros ojos vacíos por los que penetraban el viento, el susurro del lago y los pájaros. Pero era «su» refugio. El lugar donde se daban cita todos los días del año. Allí, cuando ellos entraban, ya no había ruinas, ni ojos vacíos y negros ni sombras fantasmales deslizándose entre los troncos carcomidos. Cuando ellos entraban era un palacio. Simplemente se amaban y su amor transformaba el mundo sórdido en un paraíso de luz. Se habían amado siempre, desde que se conocieron, desde que Jennie peinaba largas trenzas color de miel y Steve lucía pantalones cortos y balanceaba en las manos los libros atados con una correa.
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Era una cabaña que nadie recordaba a quién perteneciera. En el lindero del bosque, al pie del lago y a un tiro de piedra de las últimas casas de la población, se mantenía en pie de milagro porque el tiempo y el abandono habían causado estragos en su estructura de troncos. La mitad del porche estaba hundido, la puerta no encajaba y las ventanas eran negros ojos vacíos por los que penetraban el viento, el susurro del lago y los pájaros. Pero era «su» refugio. El lugar donde se daban cita todos los días del año. Allí, cuando ellos entraban, ya no había ruinas, ni ojos vacíos y negros ni sombras fantasmales deslizándose entre los troncos carcomidos. Cuando ellos entraban era un palacio. Simplemente se amaban y su amor transformaba el mundo sórdido en un paraíso de luz. Se habían amado siempre, desde que se conocieron, desde que Jennie peinaba largas trenzas color de miel y Steve lucía pantalones cortos y balanceaba en las manos los libros atados con una correa.